(c) 2011 by J.C. Planells
Hace unos días falleció Ken Russell, a la edad de 84 años. Tengo la impresión de que los nuevos cinéfilos no lo deben de conocer mucho, porque llevaba casi un cuarto de siglo sumido en el olvido. Cierto que ha trabajado durante los últimos años para la televisión, pero en el cine no ha obtenido ningún éxito desde 1984. Russell fue uno de los cineastas más populares de la década de 1970 por sus películas provocadoras, escandalosas y alucinadas. Los críticos, casi en general, lo odiaban cordialmente, pero el público iba en masa a ver sus estrenos y los cinéfilos le adoraban; entre sus admiradores algunos me sorprendían porque no lo esperaba de ellos. Luego, de repente, le falló la inspiración, o bien el público se cansó de tanta agitación, y el morigerado y boborro cine de los ochenta le enterró para siempre. No volvió a filmar ningún éxito de taquilla, pese a intentar mantener su habitual estilo cinematográfico.
Los inicios de Russell fueron en la televisión de su país, Gran Bretaña, realizando principalmente filmes documentales o biográficos sobre artistas, algo que luego volvería a practicar en su cine. Sus primeras películas, de 1963 y 1964, pasaron desapercibidas hasta que en 1967 filma Un cerebro de un billón de dólares, una de espías a la moda protagonizada por Michael Caine, y que algunos que odian el cine de Russell consideran su única película buena (no la he visto, o mejor, dicho, lo he intentado un par de veces y no la he aguantado entera). El éxito de esta película le da ocasión a hacer lo que quiere, y se lanza a una serie continuada de películas, que buscaban provocar al público y el escándalo por el escándalo, por su uso del sexo, el histerismo, la locura, el desenfreno visual y gestual. No hace falta decir que estas películas tuvieron todas no pocos problemas para ser vistas en España, o bien para estrenarse en su integridad: eran años de la censura, y los filmes de Russell nos llegaron en completo desorden en relación con su producción (Los demonios, de 1970, no sería autorizada hasta 1978, cuando ya habíamos visto, en desorden cronológico, todas las anteriores). Empezó en 1969 con Mujeres enamoradas (una adaptación de D.H. Lawrence, del que muchos años después adaptaría su Lady Chatterley para la televisión), y siguió con La pasión de vivir (biografía de Chaikovski que escandalizó por su estilo vigoroso, brutal y alocado, entre otras cosas), Los demonios (una versión de Los demonios de Loudun de Huxley, y que inauguró el género tan popular de inmediato sobre «monjas presas de furor uterino en el convento»), El mesías salvaje (otra alocada biografía, esta vez de Henry Gautier), Mahler. Una sombra en el pasado (regreso a las biografías de músicos, con Mahler esta vez), Lisztomania (donde convertía a Liszt en una especie de ídolo rock de su época, rodeado de grupies: el póster de la película era suficientemente explícito…) y Valentino (esta vez le tocó a una estrella del cine mudo, Rodolfo Valentino, y eligió para interpretarlo a un bailarín: Nureyev). Entre medio de este carrusel o maremagnum casi maelstrómico de biografías y escándalos varios (se solía salir del cine tras ver sus películas con un formidable dolor de cabeza y algunos mareos), un par de musicales que muchos (incluso quienes le desprecian) consideran sus películas más estimables: El novio (un homenaje, que parece casi una borrachera visual, al cine de Busby Berkeley) y Tommy (la ópera rock de The Who); la primera se exhibió en cines de arte y ensayo en España, porque los distribuidores consideraron que la propuesta era tan extraña y el público de entonces desconocía quién era Busby Berkeley –mucho de su cine no se había estrenado en España, pero se veía por el Cine Club de televisión…–, que no entenderían la película, por lo cual se la restringió a circuitos no comerciales; aun así tuvo un gran éxito en ellos.
Tras Valentino, Russell dejó las biografías (por llamarlas de alguna manera: escandalografías sería más aproximado…) y se dedicó al cine de género, en dos muestras de enorme éxito: Viaje alucinante al fondo de la mente (ciencia ficción terrorífica a partir de una novela del intelectual Paddy Chayefsky) y La pasión de China Blue (thriller erótico a partir del desmadre más extremo). A día de hoy, es difícil decidir cuál de las dos cosechó peores críticas y más grandes insultos. Si les interesa mi opinión personal, la primera me resulta lo menos malo de Russell (es una manera disimulada de decir que me gusta), y la segunda es sencillamente inaguantable por imbécil; aun así, es difícil resistirse a su proyección.
Y con esta muestra de thriller erótico (donde la presencia de un desatado Anthony Perkins haciendo de predicador loco empeoraba toda la propuesta y mandaba a la porra la película para cualquiera que haya visto Psicosis), se le acabó la buena vida a Russell. Sus siguientes películas no obtuvieron éxito alguno, la mayoría ni siquiera llegaron a estrenarse en España sino que pasaron directamente al mercado del vídeo, pujante a mediados de los ochenta: propuestas de terror como Gothic (el famoso verano de Polidor-Shelley & company, convertido en una orgía) y La guarida del gusano blanco (adaptación bestial y erótica de la novela de Bram Stoker) eran una pura borrachera de imágenes que parecían más un videoclip de 90 minutos que una par de películas con argumento: no las vio casi nadie, pero fueron insultadas por los críticos y los fans del género. Al mercado del vídeo fueron a parar las más esforzadas Salome´s Last Dance (una adaptación sui generis de la Salomé de Oscar Wilde) y Puta (el día a día de un putón verbenero, bastante más contenida de lo que uno esperaba). Lo último en cine que le vimos fue en 1991, Prisioneros del honor, una película tan sobria sobre el affaire Dreyfuss que la podría haber filmado sin dificultad Richard Thorpe o Norman Taurog y no habría mucha diferencia; recuperaba, sí, a Oliver Reed, fetiche de sus viejos tiempos, pero la película, aunque estimable, estaba cinematográficamente en las antípodas de su cine de 1969-1984: qué triste es hacerse viejo y perder la fama. Lo vimos como actor en alguna película (La casa Rusia, cuando ya era un director olvidado por el público, y a muchos les costaba creer que fuera él), tarea en la que siguió apareciendo hasta recientemente.
Mentiría si dijera que me gustaban sus películas: las veía y no me las creía, me cansaban me fatigaban, me alucinaban; tuve algunas discusiones con algunos de sus más inesperados admiradores, porque no entendía que les gustasen a ellos, tan serios y formales, aquellas locuras. Sus grandes éxitos solo los vi en su tiempo, y por tanto no sé qué impresión me producirían ahora (una revisión hace años de Valentino me aburrió, pese a toda su parafernalia): su cine no ha circulado apenas en vídeo o en DVD (ni hablar de televisión), lo cual es bastante extraño habida cuenta de su impacto y popularidad en la época. Sólo Tommy ha conseguido perdurar (gracias a los Who, claro). Y pese a los muchos reparos que se le puedan poner, yo creo que era un cine necesario. ¿Necesario para qué? Miren, no tengo ni idea; quizá porque en el cine ha de haber de todo (Andrezj Zulawski, en cierta manera, se le parece un poco…). Como tampoco la tengo de por qué, de pronto, el público le dio la espalda y desapareció del mapa. Como ya dije, a mediados de los ochenta, todo el cine cambió en el mundo. Y, pese a lo discutible de sus propuestas y de su estilo, había veces en que lo echaba de menos.
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