EL CASO DEL PARANOICO

(c) 2009 by J.C. Planells
 
 
(Aventuras de Harold Smith: episodios inéditos)
 (portada: Magenta)
 
    A Harold le fastidiaba mucho que le llamaran para investigar tonterías o que le tomaran el pelo, y en alguna ocasión se había negado en principio a aceptar casos que consideraba podían suponer un deterioro de su poderoso cerebro. Luego resultaba que alguno de ellos iba más en serio de lo que parecía, como el de la vieja que le escribió porque la perseguía un platillo volante. Pero, de todas maneras, si pillaba a un cliente tomándole el pelo, como nos ocurrió una vez, le clavaba una factura que daba miedo de ver. Además de quitarse de encima a posibles chalados o gente que le llamaba para idioteces, también se negaba a aceptar casos que consideraba indignos de su alta alcurnia detectivesca (mi jefe tenía un elevado concepto de sí mismo), como perseguir esposas adúlteras o maridos juerguistas (a no ser, claro, que las esposas fueran condesas, porque la aristocracia y los títulos nobiliarios le imponían mucho).
    En nuestros primeros tiempos, cuando yo entré como ayudante suyo, tuvimos que resolver algún caso idiota para no morirnos de hambre, cosa que no recomiendo a nadie. Pues tener hambre y no tener dinero es difícil de combinar. Antes de que resolviéramos el caso de los rubíes, y nos hiciéramos famosos al atrapar al ladrón invisible, era tanta el hambre que pasábamos algunas semanas, que un día la señora Lane, nuestra portera, me pilló quitándole una sardina a su gato, el infeliz Bonnie. Me riñó por hacer aquello y yo le dije la verdad, que la sardina era para partírnosla entre Harold y yo porque llevábamos casi una semana sin comer más que las migajas del bocadillo del último día que pudimos comprar uno, y que dejamos sobre la mesa de la cocina en previsión y reserva para días de penuria y estrecheces. La señora Lane se conmovió tanto que corrió a prepararnos unos bocadillos y buscó algo de fruta para nosotros. Y desde ese día, más de una vez ella o la mema de su hija, Sandra, nos subían la comida "por si se les olvida comer", decían.
    Yo pensé que lo hacía porque en un piso cuyos inquilinos se murieran de inanición y escorbuto resultaría luego un poco difícil de alquilar a otras personas, una vez desalojados nuestros cadáveres. Pues no; por lo que me dijo una día Sandra –que parecía tener cada vez la cabeza más grande con tanto libro que leía y las gafas, en cambio, se le iban haciendo más pequeñas–, en realidad lo hacía porque nos tenía mucho aprecio a los dos, a Harold y a mí. Esto me resultó muy desconcertante, y dediqué el resto de la tarde a meditar sobre el asunto, sin llegar a conclusión alguna. Realmente, me dije, la gente es rara con ganas.
    Total, que uno de esos días en que no había gran cosa que investigar y nos aburríamos de lo lindo mirando las paredes de nuestro despacho, recibimos una llamada telefónica. Harold se abalanzó sobre el aparato y yo pegué el oído en el auricular para escuchar también.
    –Harold Smith, detective privado número uno al habla.
    –¡Ay, señor Smith! –dijo una voz de mujer, que parecía ya tener una cierta edad–. ¡Venga, por favor! ¡Estoy desesperada!
    –¿La amenaza alguien con un hacha, señora? –preguntó Harold.
    –¡Oh, no! ¡Peor aún!
    –¿La están torturando espías chinos?
    –¡Peor aún!
    –Pues, ¿qué le ocurre, señora?
    –¡Mi hijo! –exclamó la mujer, con voz desgarrada.
    –¿Le han raptado? –preguntó Harold, la mar de contento. Un rapto representaría un caso importante y lleno de emociones. Empezamos a frotarnos las manos mentalmente.
    –¡Oh, no! ¡No le han raptado! ¡Mi hijo dice que es Napoléon! ¡Se ha vuelto paranoico!
    Harold apartó el auricular de su oreja y lo miró como si fuera un bicho raro. Los gemidos y sollozos de la mujer seguían oyéndose perfectamente. Yo me quedé pasmado.
    –Bueno, señora, ¿y yo qué pito toco en esto? –dijo Harold, malhumorado, volviendo a hablar por el teléfono.
    –¡Señor Smith, tiene que hacer algo! ¡Si se corre la voz de que está paranoico, lo encerrarán en uno de esos horribles manicomios, llenos de enfermeros musculosos, rudos y brutales, le administrarán duchas de agua fría o lo rociarán con mangueras a presión, sin contar con los electroshocks y esos doctores austríacos, y en medio del resto de los enfermos, que serán todos unos psicópatas babeantes! ¡Ayúdeme! Mi hijo estaba normal anoche, y se ha despertado esta mañana así, y dice que nos preparemos para ir a Austerlitz a darle una paliza a los ingleses…
    –Calma, señora –dijo Harold, que seguía de mal humor–. En primer lugar, Napoleón derrotó a los austrorrusos en Austerlitz, o sea que…
    –¿De veras? –dijo la señora con cierto alivio–. Oh, menos mal. Tendré que decírselo. Pero debe usted venir enseguida.
    –Pero, oiga, ¿qué quiere que yo haga con lo que le pasa a su hijo?
    –Eso es cosa suya, ¿no es el detective? Pues detecte cómo ha podido volverse loco de la noche a la mañana. Le espero con impaciencia.
    –Pero, a ver, ¿usted quién es?
    –Soy la señora de Cartrombe-Pombe, señor Smith –dijo la mujer con una voz cuya nobleza traspasó todo el hilo telefónico. Luego nos dio su dirección y colgó.
    Harold, perplejo, se quedó mirando el auricular.
    –Bueno, ¿qué clase de tomadura de pelo es ésta? –dijo–. Soy un detective de alcurnia, no un loquero. Esa señora necesita un médico de la cabeza para su hijo. Y puede que ella también lo necesite. Se va a esperar sentada a que vaya a su casa.
    –¿Y por qué no vamos, jefe? –sugerí–. Tampoco es que tengamos gran cosa que hacer estos días, la verdad. Así nos entretendremos y puede que incluso cobremos.
    –Pero, so merluzo, ¿qué quieres que investiguemos? ¡Que busque a un médico, diantre!
    –Esa señora tenía un apellido muy raro –dije, pensativo–. ¿Y si es gente de la nobleza esa que tanto le gusta a usted?
    Harold iba a replicar algo, pero se lo pensó mejor y tomó el Quién es quién. Buscó en sus páginas, encontró sin duda el apellido que nos dio la señora esa, Cartrombe-Pombe, y lo que leyó le debió de gustar porque enarcó las cejas. 
    –Una familia de gran boato aristocrático –dijo, apreciativamente, acariciando la página del libro–. Se remontan a los tiempos de Enrique IV, nada menos.
    –Sí que es vieja esa señora –dije, sorprendido–. ¿Eso es bueno o malo?
    –Calla, necio. Eso es historia viva de Inglaterra, llena de blasón y nobleza, de títulos y rancio abolengo, de gestas y de gloria. Si un Cartrombe-Pombe te llama, Inglaterra te llama y espera que cumplas. ¡En marcha, Diógenes! Y ya verás qué factura les clavaré, por aristócratas y por llamarme para una idiotez.
    Por una vez en la vida, y sin que sirviera de precedente, no fuimos a todo correr a la mansión de los Cartrombe-Pombe, sino que tomamos un taxi. A la llegada, Harold le pidió el tíquet al taxista para incluirlo en la futura factura.
    La casa ante la que nos dejó el taxi era toda una mansión palaciega, y respiraba boato, aristocracia, rancio abolengo, historia viva de Inglaterra y pompa por todas partes. Imponía bastante. Harold se frotó las manos la mar de contento.
    –Estupendo –dijo mirando la mansión con aspecto un tanto hambriento–. Están forradísimos. Compraremos un bolígrafo especial para escribir su factura a mano y con letra gótica.
    –No me pida imposibles, jefe. Si mi letra normal ya es penosa, imagine la gótica.
    Llamamos con el aldabón, que me dio la impresión era de oro macizo. Calculé si podríamos desatornillarlo y empeñarlo, para el caso de que la señora de Cartrombe-Pombe, pese a su mucho boato y todo lo demás, estuviera a la última pregunta. Nos abrió una llorosa criadita –los aristócratas, según había comprobado por otros casos que investigamos, solían tener tendencia a que sus criadas fueran llorosas, asustadizas o unas pelmas de cuidado– que nos hizo pasar sin dejar de sollozar.
    Apenas pusimos el pie en el lujoso y amarmolado vestíbulo –piel de oso, estatuas imponentes, cuadros de museo, lámparas de película–, oímos a alguien bramando a todo pulmón "La Marsellesa", con acompañamiento de orquesta. La criadita dejó de sollozar, hipó y se fue corriendo al interior de la casa, dejándonos allí plantados.
    El escándalo procedía de una estancia situada a la izquierda del vestíbulo. Nos aproximamos para echar un vistazo a lo que ocurría allí, en el mismo momento en que se interrumpían los bramidos del que cantaba. Se trataba de la biblioteca, y la música había procedido de un tocadiscos. En el centro de la estancia había plantada una silla, y sobre ella estaba de pie un individuo. Portaba una casaca roja, pantalones blancos con una franja encarnada a los costados, botas negras de caña alta, borlas doradas en los hombros de la casaca y una banda blanca cruzando el pecho de la que pendía una espada, posiblemente oxidada. Para que todo estuviera completo, lucía el típico sombrero napoleónico de color azul oscuro.
    Subido sobre la silla, empezó a chillar apenas concluyeron en el tocadiscos los últimos compases de "La Marsellesa". Dirigiéndose a las estanterías de libros que llenaban la estancia, soltó su discurso.
    –¡Soldados! ¡Desde lo alto de estas pirámides, cuarenta siglos os vislumbran! ¡Franceses! ¡Desde el pincho de estas pirámides, la gloria os aguarda! ¡Y no me refiero a Gloria, la hija del vinatero, sino a la gloria que proporciona el triunfo por las armas y las gestas espada en mano!
    Entonces, bajó de la silla, volvió a poner "La Marsellesa" en el tocadiscos y desfiló marcialmente al son del himno.
    –¡Ah, señor Smith! –dijo una voz a nuestra espalda, sobresaltándonos–. ¡Ahí lo tiene! ¡Espantoso!, ¿verdad?
    –Bueno, le diré… –empezó a decir Harold, girándose y encontrándose con una señora bajita que llevaba un impresionante collar de perlas.
    –No me diga que no es horrible. Ayer, estaba la mar de bien, y hoy, hoy ya ve usted cómo se ha despertado. Oh, pasemos a la salita. Allí podremos hablar más cómodamente y… ah… con menos ruido.
    Dejamos al hijo de la señora de Cartrombe-Pombe entregado a su desfile y seguimos a nuestra clienta –supongo que ya la podíamos considerar así– por el interior de la casa hasta un acogedor saloncito, desde el que no se percibía el estruendo de "La Marsellesa".
    –No entiendo nada de esto –nos dijo la señora, mientras se tomaba una manzanilla para serenar sus nervios, servida por la criadita sollozante. Nos ofreció también a nosotros (e incluso la criadita fue instada a tomarse una, porque parecía al borde del colapso nervioso)–. Archibald, que es como se llama mi hijo, ha sido siempre un chico muy normal. Tranquilo, reposado, calmado. Amante de la vida contemplativa, la paz y el silencio. Bueno, tendría sus pequeñas manías, como todo el mundo. ¿Quién no las tiene? Y ahora, precisamente ahora, ya ve. Quizá sea cosa de familia. Mi marido, que por serlo era también su padre, o sea, el padre de Archibald, quiero decir –agregó al ver la cara de desconcierto de Harold–, era un poco como él. Tranquilo, reposado, amante de la paz del hogar y la vida contemplativa. Ay, señor. El pobre falleció de la impresión que tuvo cuando durante la guerra le pidieron que ayudara a cavar una trinchera por si nos invadían los nazis.
    –Hum, ya veo.
    –Es lo que tiene ser aristócrata y provenir de una prosapia y un abolengo como el nuestro, señor Smith, de una estirpe que ha estado siempre al servicio de Inglaterra.
    (Debo decir que yo a estas alturas ya empezaba a no entender nada de lo que decía la señora de Cartrombe-Pombe. Todo esto de la prosapia, el abolengo y la estirpe me empezaba a marear un poquito, y la manzanilla esa aún lo empeoraba más. Estaba tentado de pedirle a la criadita sollozante que me trajera una coca-cola.)
     –Archibald es en muchas cosas igual que su padre. En el colegio le resultaba difícil abrir los libros para estudiar. Esos libros tan voluminosos, ese papel tan basto en que estaban impresos, esas vulgaridades que se enseñaban en las escuelas… el sistema digestivo de las vacas, las abejas y las flores, la hipotenusa del triángulo –dijo con cara de asco–. No son cosas apropiadas para… ah… mentes y corazones y almas sensibles al servicio de Inglaterra. Eso de estudiar está bien sin duda para la gente vil y baja, para las clases iletradas, inferiores, desdichadas y algo sucias. Es comprensible, por otro lado. La plebe canallesca debe aprender algo para trabajar y ganar el pan con el sudor de su frente. Y no digo que no sea digno de encomio lo que hacen, por supuesto que lo es. Pero las clases superiores, nobles y pudientes, por raigambre histórica estamos o debemos estar exentos de esta ordinariez que supone el vil trabajo.
    –Perdone, criadita sollozante –imploré con un hilo de voz–, ¿me podría traer una coca-cola, por favor?
    La señora de Cartrombe-Pombe me examinó lentamente de arriba abajo.
    –Su ayudante parece algo así como un ser algo… ah… extravagante. ¿De dónde lo ha sacado?
    –Oh, le aseguro que es un gran muchacho –dijo Harold–. Tiene sus peculiaridades, pero es un gran muchacho. Prosiga, estimada señora mía. Habla usted muy bien. Prosiga.
    –Bien, pues, como decía las clases y seres superiores deberíamos estar exentos de trabajar. En fin, ya hicimos lo nuestro cuando luchamos en la guerra contra Hitler.
    –¿Usted también luchó, señora? –preguntó Harold, levemente desconcertado, y pensando sin duda en el señor Cartrombe-Pombe, muerto de la impresión de tener que cavar una trinchera por si los nazis cruzaban el canal.
    –Oh, sí –dijo la señora, al tiempo que la criadita sollozante me traía la coca-cola pulcramente servida en bandeja y en copa de cristal tallado–. Aporté mi granito de arena –dijo, afectando modestia. Y añadió con aspecto digno y sacrificado–: Cuando llegaba la hora del oscurecimiento a causa de los bombardeos, yo en persona apagaba el interruptor luz general de la luz.
    Harold pareció meditar muy largamente sobre este notable hecho.
    –En todo caso, quede claro que mi Archibald es un muchacho estupendo –dijo la señora de Cartrombe-Pombe.
    –Claro, ¡qué ha de decir usted! –solté yo, animado por la coca-cola.
    La señora de Cartrombe-Pombe se disponía a replicar algo con cierta mala cara, cuando una fuerte explosión hizo temblar las paredes, los sofás, las lámparas y la mansión entera. La criadita sollozante chilló y decidió desmayarse de una vez.
    –¡Cielo santo! –exclamó la dueña de la casa, palideciendo–. ¡Ha disparado el cañón del abuelo!
    Salimos todos de la salita –excepto la desmayada criadita– y corrimos hacia la biblioteca. Al llegar al pasillo, nos detuvimos pasmados. En el umbral de la biblioteca se veía un cañón pequeñito, bastante pachucho, de cuya boca salía aún humo. Junto al cañón, y de nuevo subido en una silla, estaba Archibald, espada en mano y con aspecto amenazador. La pared frontera a la biblioteca estaba agujereada por la bala disparada con el cañoncito. Era todo un espectáculo.
    –¡Victoria, mis valientes! –exclamó el Napoleón de la silla–. Hemos vencido, ¡voto a tal! Hoy es un día de gloria para Francia.
    De un salto, bajó de la silla y se acercó a nosotros. La señora de Cartrombe-Pombe parecía a punto de sufrir un síncope.
    –Generales Marat y… ah… Bernadotte, estoy satisfecho de vuestro comportamiento en el campo de batalla –nos dijo mirándonos con firmeza–. Seréis recompensados. Os ascenderé a mariscales.
    Harold pareció decidir adaptarse a las circunstancias y le replicó:
    –Nos abrumáis con vuestra generosidad, querido emperador. El mérito del triunfo es vuestro.
    –¿Y vos que decís, Bernadotte? –me preguntó el chalado, mirándome. Por lo visto, mi jefe era Marat y a mí me tocaba ser Bernadotte.
    –Ah –dije–, pues que supongo les hemos sacudido fuerte. Vamos, digo yo.
    –General Bernadotte, siempre he dicho que sois un imbécil –me dijo el chalado–. Pero os perdono la pobreza de vuestro vocabulario merced a vuestro valor en la batalla.
    –Ya ves qué cosa.
    –Y ahora debo saludar a mi madre. –Y se inclinó profundamente ante la señora de Cartrombe-Pombe–. Madre augusta, hoy es un día de gloria para este vuestro hijo, y por tanto para vos también. Seríes nombrada la grande mère duchese royale.
    Y sin añadir más –ni falta que hacía–, se encerró en la biblioteca dando un portazo. De nuevo se oyó "La Marsellesa" en el tocadiscos, acompañado de un resonar de pisadas que indicaba volvía a desfilar.
    –¿Lo ve, señor Smith? –dijo la señora de Cartrombe-Pombe, toda angustiada ella–. ¡Esto es horrible, horrible! ¿Qué vamos a hacer?
    Yo iba a contestar que más bien poco, pero Harold se me adelantó y le preguntó si podía interrogar a los criados. La señora se quedó un poco desconcertada, como si el hacerles preguntas al servicio fuera algo inusitado, y no digamos ya la posibilidad de que ellos las contestasen.
    –Pero, ¿con qué fin, señor Smith?
    –Pues porque me pidió que investigase, y eso he de hacer –repuso Harold, llanamente.
    La respuesta le pareció razonable a la señora de Cartrombe-Pombe. Así pues, nos dirigimos hacia las dependencias del servicio, donde encontramos al mayestático mayordomo habitual de las mansiones señoriales que, como cabía suponer, se llamaba Butler, palabra que en inglés significa precisamente mayordomo. Eso me hizo pensar que en el fondo es práctico tener un apellido que indique el oficio de cada uno, y quizá Harold debería cambiarse el suyo, puesto que "Smith" significa "herrero", y era un poco ordinario para alguien de su poderío cerebral. ¿Cuál sería el más indicado? ¿"Police"? ¿"Detective"? ¿"Sleuth"? Quizá este último.
    Butler, pues, que era algo seco, envarado, solemne y calvo como casi todos los mayordomos, nos atendió debidamente.
    –Dígame con sinceridad lo que opina del señor Archibald, su joven amo –le dijo Harold.
    –Con todos los respetos debidos a la condición de amo mío que es, y de hijo de la señora, el señorito Archibald está como un cencerro.
    –Ya. Bueno, yo me refería a su estado anterior al día de hoy. A cómo era normalmente.
    –En este caso, debo decirle al señor, señor, que el señorito Archibald era un solemne gandul. Dicho sea con el debido respeto. Pero es algo que ya va con la dignidad de aristócrata, como sabemos sobradamente quienes les servimos fielmente. También hay que decir que la aristocracia, desde que terminó la guerra, dejó de ser lo que era antes, si me lo permite decir, señor.
    –Pues sí, se lo permito.
    –Quien más, quien menos, por mucho marqués, conde, lord o sir que sea, debe realizar lo más parecido a un trabajo para contribuir al país hoy día. El esfuerzo durante la guerra y en la posguerra para recomponer y levantar la nación lo hizo necesario, y algunos incluso siguen trabajando a día de hoy, por singular que el hecho parezca. En trabajos como asesores en consejos de administración de sociedades, vocales en instituciones bancarias, relaciones públicas en museos. Es decir, labores propias de su prestigio y clase social.
    –Ajá. Hum, ya veo –dijo Harold, implacable pero audaz. Y yo pensé para mí que el mayordomo hablaba la mar de bien. Se ve que el contacto diario con la santísima nobleza contagia algo de esa prosapia al vil servicio.
    –Así que es una lástima lo que le ha ocurrido al señorito Archibald, señor. Precisamente, mañana debía entrar a trabajar como pasante en el gabinete de abogados de su tío materno, sir Percival Humbert-Strooge, un prestigioso despacho que atiende a casos de la nobleza más elevada.
    –¿Elevada al cubo? –se me escapó preguntar, siendo recompensado por un codazo de Harold.
    –Sir Percival le consiguió la pasantía en un acto que podríamos calificar de leve nepotismo, puesto que el señorito Archibald no tiene muchos conocimientos de abogacía ni de… ejem… ni de mucho más, pero a su edad ya debería empezar a justificar su tránsito sobre la Tierra, si el señor me permite expresarlo así. Espero que el señor comprenda lo que digo.
    –Me cuesta un poco, pero lo entiendo –dijo Harold, meditabundo–. Yo creía que el joven Archibald vive de la fortuna familiar.
    –Las fortunas familiares se dilapidan poco a poco…
    –¿Lenta pero inexorablemente? –sugerí. Butler inclinó la cabeza con reconocimiento.
    –Exactamente, joven señorito –continuó diciendo–. Las carreras en Ascott consumen dinero, así como las visitas a los cabarets, salas de fiestas, funciones teatrales y… er… ¡ejem!… flores y perfumes para obsequiar a señoritas que gastan poco en ropa, aunque ese poco sea extraordinariamente caro, si el señor me autoriza a expresarlo así. Es una pena, por tanto, el presente estado mental del señorito Archibald, pues no es lo más adecuado para un gabinete de abogados de alta jurisprudencia.
    –Hum, ya. Gracias, Butler, puede retirarse.
    Butler nos dedicó una solemne reverencia y se alejó con prosopopeya a la cocina, sin duda para requebrar a la cocinera, como hacen siempre los mayordomos.
    –Jefe, me empiezo a aburrir un poco –dije–. Esto no es ningún caso policiaco ni vemos cadáveres.
    –Cadáveres, no –reconoció Harold–. Otra cosa es que haya un muerto.
    –No entiendo…
    –Ni falta que hace –me replicó–. Como ayudante mío, tu obligación es no entender nada, vivir en la inopia total. Ya ves el Watson de Conan Doyle, o el Hastings de Agatha Christie: nunca entienden nada. Y así es como debe ser todo buen ayudante de detective. Debes seguir su ejemplo y no entender nada de nada.
    –Ya. Pues a ver cómo explica que usted nunca acierte con la solución de los cuentos policiacos que le escribo para que se entrene –dije, rencoroso.
    Harold hizo como si no me hubiera oído, y como en ese momento apareció la criadita sollozante, le dedicó toda su atención. Polly, que así se llamaba, era todo un manojo de nervios y parecía a punto de sufrir un ataque de histeria.
    –No tema, muchacha. Permita unas preguntas –le dijo mi jefe, amablemente.
    –Ay, señor. Esto es terrible. Yo tengo mucho miedo, ¿sabe? Vi hace unos años una película en la que una joven se duchaba en un motel, y un loco salía de detrás de la cortina con una peluca de señora y la acuchillaba. ¿Y si el señorito Archibald hace lo mismo conmigo? Yo mañana no me atreveré a ducharme…
    –¡Ejem! –tosió Harold–. Estoy seguro de que… ah… las cosas no llegarán tan lejos.
    –¿Usted podría venir a vigilar la puerta de mi habitación mientras yo me ducho, señor detective? Porque con tanto sufrir de los nervios estoy toda sudada.
    –Hum… ah… Yo, ahora mismo, er… Esperemos tener solucionado este asunto antes de que usted se vea obligada a una solución er… radical. ¿Qué opinión le merece el joven señor Archibald? Hable con franqueza.
    –Ay –suspiró la criadita–, pues hasta hoy era un señorito muy simpático. Como el chico de la película esa que le digo. Se pasaba la mañana acostado en su cama, o de sillón en sillón, y luego salía para las cosas que salen los señoritos jóvenes y solteros de las familias de la nobleza y volvía de madrugada. Yo, señor detective, si quiere que le diga lo que pienso…
    –Adelante, muchacha.
    –Yo creo que de la impresión de tener que empezar a trabajar mañana en el gabinete de abogados de su tío, se ha trastornado. Es que, ¿sabe?, supone un cambio radical en su vida. Eso de trabajar con abogados debe ser muy aburrido, ¿no cree señor? El pobre no está acostumbrado y…
    –Bueno, no creo que su tío le vaya a tener con una bola y una cadena atado a la mesa…
    –Y esa espada que tiene para hacer de Napoleón o lo que sea debe de estar muy afilada… –dijo la criadita, estremeciéndose–. ¿Nos protegerá usted, señor detective? Está claro que el señorito Archibald está paranoico o lo que sea su estado…
    –Confíe en mí, muchacha, y esté tranquila.
    Polly se alejó sin dejar de sollozar y suspirar, mientras Harold miraba pensativamente el suelo.
    –Quizá sería hora de llamar a un psiquiatra para que lo encierre y pasarle nuestra factura a la señora Cartrombe-Pombe –sugerí–. Aquí sólo perdemos el tiempo y no hay emociones.
    –No, no las hay, pero las habrá. Vaya si las habrá. Venga, vamos a echar una parrafada con el Napoleón ese.
    –¿No deberíamos vigilar la puerta de la ducha de la criadita…?
    –Déjate de tonterías.
    Con paso decidido, Harold se encaminó hacia la biblioteca y abrió la puerta de una patada, con lo que la hizo chocar contra la pared y casi rebotar. El loco estaba atizándose una copa de coñac, sentado en el sillón y nos miró sobresaltado. Se recompuso, se incorporó y nos miró indignado.
    –¿Qué significa esto, generales Marat y… ah, Robespierre… digo, Bernadotte? ¿Cómo osáis entrar en mis aposentos sin pedir autorización?
    –Ni autorización ni zarandajas –dijo Harold, empujándole con la mano en el pecho y haciéndole caer sentado en el sillón. La copa de coñac se le vertió sobre la casaca–. Vamos a hablar unas palabras usted y yo, cretino.
    –¿Cómo osa…? ¡Soy vuestro emperador! ¡Acabaréis en la horca, digo, en la guillotina!
    –¡Cállese, imbécil! –gritó Harold, haciendo que Archibald se encogiera en el sillón–. ¡Usted es un solemne inútil que ha preferido fingirse loco ante su familia para no tener que empezar a trabajar mañana en el despacho de su tío! ¿Y se cree que con ello ganará algo? Sólo tiene dos salidas, estúpido. O deja de fingirse loco y cumple con sus obligaciones a partir de mañana, o le denuncio como paranoico peligroso y hago que le encierren en un manicomio, entre cuatro paredes, para el resto de su vida. ¿Qué le parece? Si trabaja, podrá seguir yendo a los teatros y a perseguir cabareteras al terminar su jornada más o menos laboral. En el manicomio, sólo podrá perseguir las cucarachas por el suelo y las paredes. ¡Elija! ¡Y elija ya, me tiene usted harto!
    Hubo un silencio algo impresionante, mientras Harold miraba furioso a Archibald y este le devolvía la mirada, con cierta mezcla de ira, miedo y desesperación.
    –Usted, Archibald Cartrombe-Pombe –prosiguió Harold, con dureza–, es un vago rematado, acostumbrado a la buena vida y las juergas continuas. Tiene terror al trabajo y una gandulería innata, que le viene de familia, todo hay que decirlo. Esperaba pasarse el resto de su vida de la cama al sofá, de éste a la mesa del cabaret o la butaca del teatro, entre otros lugares de… ah… reposo, hasta que ha venido su tío colocándole en su despacho de abogados, donde sin duda se dedicará usted a dormitar sobre una mesa, porque dudo sirva para nada más. Pero como la idea de tener que acudir a un centro de trabajo le aterra, ha creído encontrar la solución fingiéndose loco. Igual se pensaba que podría continuar en la mansión, tan ricamente, o que le llevarían a una bonita institución llena de enfermeras de película. Su madre, que se lo ha tragado, en vez de llamar a algún médico que se dejaría tomar el pelo, ha tenido la ocurrencia de llamarme a mí. Y, amigo mío, lo de fingirse loco, quizá colase, pero creerse Napoleón… ¡eso sólo ocurre en los chistes de cabaret, pedazo de burro! ¡No en la vida real! ¿En serio esperaba engañar a nadie con eso más de cinco minutos? Y otra cosa, un loco no tiene la mirada de inteligencia que usted tenía mientras gritaba estupideces subidos a una silla. Es usted un desastre como actor.
    –Maldita sea –gruñó Archibald, sacudiendo la cabeza–, pero al menos ha durado casi toda la mañana…
    –Hasta que he llegado yo, para su desgracia. Muy bien, esto es lo que vamos a hacer. Voy a decirle a su madre que usted se ha curado milagrosamente, y así le evitamos el disgusto y la vergüenza de tener un hijo imbécil además de gandul. Le diré que en el cabaret o donde sea que fue anoche le sirvieron una bebida exótica que le ha trastornado…
    –¡No! –dijo Archibald, asustado–. ¡Mi madre me prohibiría volver a ningún cabaret o sala de fiesta!
    –¡Pues se aguanta! ¡O eso, o el manicomio de las cucarachas! Haré creer a su madre que le he suministrado un antídoto, y ya se ha curado del todo. Bien, ¿qué me dice?
    –Está bien –aceptó de muy mala gana Archibald–. Mi madre se pondría muy furiosa si supiera que todo era un engaño…
    –Y mañana, a trabajar con su tío. Como da la casualidad de que Donald French, un amigo mío, es un importante abogado londinense, haré que controle si usted va a trabajar diariamente con su tío como es su obligación.
    Archibald se estremeció.
    –Bien, Diógenes, ¿quieres tener la bondad de ir a buscar a la señora Cartrombe-Pombe y darle la feliz noticia de que su hijo ya está… normal?
    De regreso a casa, le dije a Harold que los casos con muertos eran siempre más entretenidos. La verdad es que me sentía decepcionado, a pesar de que hubiéramos descubierto la superchería de Archibald.
    –Y encima, ni siquiera estaba loco ni era un paranoico…
    –Bueno –dijo Harold–, Archibald puede ser considerado como un "muerto", por decirlo así. Desde luego, como dijo Butler, la nobleza de después de la guerra no es como la de antes… Y muertos se van a quedar cuando vean la factura que les presentaré… Lo de que no estuviera paranoico, es más discutible: la idea de tener que empezar a trabajar cuando se ha pasado toda la vida atizándose juergas y durmiendo toda la mañana, desde luego sí le volvió paranoico…

 
FIN.- 
 

Acerca de jcplanells3

Escritor. Barcelona, 1950. Véase en el epígrafe "bibliografía" de este blogzine la relación de mis trabajos publicados en papel: novelas, relatos y otros textos, así como en algunos sites de internet. Véase en el epígrafe "índices" del blog lo publicado en este blog, en los apartados de "artículos y ensayos" y "narrativa", desde diciembre de 2005.
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4 respuestas a EL CASO DEL PARANOICO

  1. Ana dijo:

    "La plebe canallesca debe aprender algo para trabajar y ganar el pan con el sudor de su frente. Y no digo que no sea digno de encomio lo que hacen, por supuesto que lo es. Pero las clases superiores, nobles y pudientes, por raigambre histórica estamos o debemos estar exentos de esta ordinariez que supone el vil trabajo." ¡¡¡

  2. Ana dijo:

    Vaya, se ha publicado cuando tenía el comentario a medias… Iba a poner que la frase me parecía genial. Es una gran descripción sobre el pensamiento que tienen una clase social (pudiente) sobre otra (obrera). Me gusta de estos relatos que no suelen ser tramposos y te permiten ir al ritmo del investigador descubriendo las cosas. Por cierto, da igual que sepa que está ambientado en los años 60 (mas o menos) porque no puedo evitar al leerlo situarlo a principios del siglo XX.Un saludo !!!

  3. Nofret ♥♥♥♥ dijo:

    Gracias por deleitarme con una nueva aventura de Harold Smith, ya sabes cómo me gustan. Abrazos y buen fin de semana

  4. Ana dijo:

    Gracias !!

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