COFRES

(c) 1991 by J.C. Planells

 

(Este relato se publicó en BEM, nº 14, noviembre de 1991. Según me comentó el editor en su día, fue ferozmente atacado por la generación de "jóvenes turcos" que se iniciaban como críticos en aquellos años. Sin ser nada excepcional, yo no creo que sea tan rematadamente malo como dijeron. Por cierto, todos ellos eran hombres rudos y viriles… ¿influiría esto en su ira? Al transcribirlo aquí, me da la impresión de que es más una historia para mujeres que no para rudos y testoteronados hombres. Por cierto, veo en algunos detalles una cierta semejanza con una trilogía de relatos –muy malos, estos sí–  de principios de los años ochenta, "Dainas, "La diosa de metal" y "La reparación", publicados en fanzines de los Yáñez de El Ferrol. Como seguramente algunos encontrarán extraña o desconcertante esta historia, diré que, en cierta manera, es una historia sobre supervivencia, mentiras y engaños… aunque el lector decidirá de quién a quién.)
 
 
    Ayer vinieron a por Edina y hoy la han devuelto. Está allí, gimoteando, montando su número y en realidad sin explicar nada. Una más entre el montón. Y esto huele ya de una manera absolutamente insoportable. No nos lavamos, ¿dónde podríamos hacerlo?, prácticamente nos ensuciamos encima (no tenemos sitio para hacer nuestras necesidades); no hay ventilación, o si la hay, desde luego no se nota. Apenas hay luz. No sé, no sabemos, de dónde priviene la luz. Bueno, ni siquiera se la puede llamar luz. Una "penumbra iluminada" la llamaría yo. Lo suficiente para vernos más o menos, y para ver lo sucias que estamos, reconocer nuestras caras y distinguir lo que comemos. No mucho, por cierto, y preferimos verlo sin detalle. No sabemos qué es, no tiene gusto a nada. Es como… como masticar plástico, aunque luego se deshaga en la boca. No es soso ni salado, ni dulce ni amargo. No es nada. Ni engaña al estómago. Pero apaga un poco la sed, nos engaña un poco a nosotras, o a los dientes al masticarlo, y no nos mata… al menos por ahora.
    Edina sigue montando su espectáculo. A Francina, la primera que se llevaron, tampoco hemos conseguido sacarle nada. Se limita a quedarse aplastada contra una de las paredes, mirar como un crío asustado cuando alguna de nosotras se le acerca para hablarle, y nada más, no dice nada.
    ¿Cuál será la tercera? Espero ser yo. Al menos, no estoy tan nerviosa como las demás y trataré de mantenerme ecuánime. De contar lo que me suceda y poder prevenir así a las siguientes. No me dejaré asustar.
    Muertas de miedo, eso es lo que estamos. Unas lo dicen, otras lo demuestran y las menos lo gritan. Esto es un manicomio. No vale la pena esforzarse en apaciguar los ánimos, razonar, establecer un plan… un plan ¿para qué? ¿Escapar? ¿Cómo y con qué? Lo de adónde ir es lo de menos. A casa. A la Tierra. O a la Luna. O a donde sea, escapar y basta. Pero ellos son más, son fuertes, son raros. No parecen… Iba a decir personas, pero es una tontería. No parecen nada. ¿Máquinas? ¿Robots? Cíborgs, con algo de suerte. ¿Cómo se ataca a un cíborg?
    ¿Por qué no nos mataron enseguida? Deben de ser unos sádicos, gozando con torturas, a saber qué más. Ah, qué estúpidas fuimos, qué…
 
 
    Edina ya se ha cansado de ver que no le hacemos caso. Ahora yace en un rincón, no como Francina, pero más o menos. Creo que lo que le pasa en realidad es que está despechada porque su arrebato histérico no haya causado la impresión que esperaba, pero es que llevamos ya demasiados arrebatos histéricos como para que uno más, por justificado que sea, nos impresione. Si quería contar algo, que lo hubiera hecho.
    Oh, sí, fuimos muy listas. La tripulación invencible. Puesto que habían destrozado a todas las naves anteriores, tripulantes incluidos –y de qué manera–, se pensó enviar una nave tripulada sólo por mujeres, a ver qué pasaba. Algún listilllo dio el visto bueno, y aquí estamos.
    Me arrastro hacia Edina.
    –Edina, ¿qué ha pasado? ¿Qué te han hecho?
    –Déjame.
    –Escucha…
    –No. Déjame en paz. Déjame tranquila. No tengo ganas de hablar.
    Me muerdo los labios.
    –¿Hay alguna posibilidad de escapar?
    Me mira.
    –Pero qué imbécil eres.
    No insisto. Me vuelvo a mi rincón.
 
 
    Hora de comer plástico. Sale por unas rendijas de la pared. Ahora que ya sabemos que eso es nuestra comida, nadie entra para enseñárnoslo. El primer día fue horroroso, grotesco, con uno de ellos saltando entre nosotras y obligándonos a introducirnos aquello en la boca. Ahora ya nos tienen… domesticadas. Incluso Edina y Francina comen.
    –Tenemos que hacer algo –dice una imbécil. Ayer fui yo la imbécil. Se ve que es contagioso. Nunca saldremos de aquí vivas. ¿Y muertas?
 
 
    ¡La tercera soy yo! ¿Por qué lo deseé? ahora que han venido a por mí, desearía fundirme con el suelo, hacerme invisible, volverme una enana. No sirve de nada. La puerta se ha abierto, ha entrado uno de ellos, me ha agarrado y me ha arrastrado. Tiene su lógica: era la que se hallaba más cerca de la puerta. ¡Eso me enseñará a ser tan lista!
    Me llevan por unos pasadizos tan extraños como ellos mismos. Uno va delante, el que me sujeta, y otro detrás. No parecemos un desfile: parecemos un circo romano. ¿Dónde están los leones?
    Se levanta una puerta. Dios, cuánta luz. Me duelen los ojos, me duele el cerebro. No esperaba ver tanta luz después de la penumbra alumbrada. Duele, duele y duele. Me siento desfallecer. No caigo al suelo porque estoy en brazos de mi galante caballero, que me arroja de cualquier manera sobre una mesa. Al menos, no duele porque la mesa es blanda y se adapta a mi cuerpo.
    Miro al techo. Es verde, verde pálido, que según dicen es el color más sedante. A lo mejor es por eso que pierdo el miedo. Hay uno de ellos a mi lado, otro al otro lado y el caballero andante detrás; si girase la cabeza lo vería. Oh, cuánta luz.
    Se levanta otra puerta, más allá de mis pies extendidos. Chillo. ¡No es uno de ellos! Es… bueno, tiene patas o piernas… largas, negras, muy negras, delgadas, muy delgadas. Parece como si tuviera las costillas fuera del cuerpo, pero al ser tan negro no distingo nada. Prefiero no distinguir nada. Su cara. ¿Eso es una cara? ¿Eso? Ojos como los de las moscas vistas al microscopio, pero grandes como pelotas de golf. La nariz o lo que sea es un gancho que cuelga. Qué asco. ¿Vomitaré el plástico?
    La cosa, el ser, el alienígena, lo que sea, da un paso atrás. Coge algo y se lo pone. ¡Así que es eso! Ni cíborgs, ni robots ni máquinas. ¡Van vestidos! Me reiría de puro nerviosa que estoy. ¡He visto a uno de ellos en pelotas! Al recién llegado no le debe de hacer mucha gracia, pues está discutiendo con los otros tres. ¿O no discuten? ¿Cómo voy a saberlo? Cierro los ojos.
    Cuando los abro, me está mirando. Creo que me voy a morir de miedo al pensar que lo que oculta su cabeza son esos ojos horrorosos. Aparto la vista.
    –Embrá… Embrá…
    –¿Qué dice?
    –Embrá… nombé.
    No suena como lo que hablan entre ellos. Suena distinto. Puedo distinguir sílabas, pero no sé qué quiere decir.
    –¿Me está hablando a mí? –digo para alejar mi miedo.
    –Ati. Ati. Nombé.
    –No le entiendo. Suena usted ridículo. No entiendo.  –Y me echo a reír. Él sigue parado a mis pies. Si continúa así, inmóvil, me dará un ataque de locura.
    Me da.
    –¿Qué coño es lo que quieren de nosotras, malditos salvajes? ¡Asesinos! ¡Bestias! Les gusta torturar a los humanos, ¿verdad? ¡Bestias!
    Suelto un grito. Trato de moverme, pero no puedo. Ahora descubro que estoy como pegada a la mesa. No me han atado, pero soy incapaz de moverme, es imposible. Es como si la mesa fuera de goma y me succionase, impidiendo mis movimientos. Sólo puedo girar muy ligeramente la cabeza. Empiezo a sudar.
    –No. Miedo no –dice él.
    Le miro estupefacta.¿Habla mi idioma o es una casualidad? Respiro.
    –¿Qué quiere de mí?
    –¿Embrá? –suena como un galimatías.
    –No entiendo.
    –No… ¿no ombré?
    –¿Eh? -digo, aturdida–. ¿Si soy un hombre? No, imbécil. No soy ningún hombre, soy una mujer. Una hembra. No una embrá. Ni un ombré.
    –¿Hembra? ¿No embrá? ¿No ombré?
    –Vete a la mierda.
    Ya no habla más, ahora empieza lo peor.
    Amontonan máquinas –lo que yo creo que son máquinas– sobre mi cuerpo. Las acercan, las apartan, las pasean sobre mí y se mueven solas, acercan rayos y dibujan mi cuerpo con ellos. Me abren de piernas y exploran mi interior. Me dan la vuelta. Me hacen abrir la boca y meten cosas en ella. Meten cosas en todos los agujeros que encuentran en mi cuerpo. Si una máquina puede violar, yo lo he sido cien veces en todos mis orificios.
    No protesto, no chillo, no me quejo. ¿Para qué? Me matarán igual, antes o después, lo mismo que a los hombres que capturaron con anterioridad. Lo mismo que harán con nosotras cuando se hayan cansado de explorarnos o de jugar con nuestros cuerpos. Que disfruten entre tanto.
    Parece que la función ha terminado. El que lleva la voz cantante dice algo que suena como:
    –Más rada. Tlista. Norás.
    –Al cuerno –le replico.
    Los otros tres se han apartado. El portavoz, el jefe, lo que sea, sigue al pie de la mesa, o la cama o camilla, o lo que sea, mirándome.
    –Blar.
    –Qué bien te explicas.
    –Nir igo.
    Trato de encogerme de hombros, pero no puedo.
    Los otros tres me despegan de la mesa, me ponen en pie, me sujetan, me arrastran fuera de la habitación con tanta luz, por pasillos de lóbrega penumbra, o lo que sea, hasta un cubículo semioscuro. Me sientan sobre algo, se van y entra el portavoz, el jefe. El que habla.
    Le miro.
    –¿Y ahora qué?
    Él se mueve, toma algo, me lo incrusta en la cabeza. ¿Me va a matar, finalmente? No, no duele. En realidad ni se nota. Es como un casco. Él también se pone uno, igual que el mío. Es negro, todo parece que ha de ser negro en esta nave y con esta gente. El casco no puede ser más ridículo: parece una chichonera de bebé. Pero no tengo ya fuerzas ni para reír ni para asustarme. ¿Me van a quemar el cerebro?
    –Ensa –dice él.
    ¿Volverá a decir algo que yo pueda entender? Si realmente trata de comunicarse conmigo, lo hace muy mal. Bueno, qué importa.
    –¿Nombre? –dice.
    –Eh… eso lo he entendido –le miro asombrada.
    –¿Nombre?
    Nombre… eso era lo de "nombé". Bueno, parece que adelantamos algo. Ah, sí, quieres saber mi nombre. Yo también quiero saber muchas cosas de vosotros. Bueno, me llamo Paloma.
    –Paloma.
    –Eso es. ¿Y tú?
    –Noim porta.
    –¿Noim…? Ah, ya. Eres reservado.
    –No nombre. Ya no. Final.
    Me encojo de hombros. No les entiendo. Deben de ser una tripulación paranoica, psicópatas escapados de algún manicomio.
    –Tú hembra.
    –Sí, mujer.
    –Única. Sólo única.
    –Jamás nos entenderemos si hablas con jeroglíficos.
    –Esperanza.
    –No. Paloma. Yo soy Paloma. Esperanza es una de las que no habéis… examinado aún.
    –¿Esperanza? ¿Esperanza esperanza?
    No sé qué quiere decir. Por si acaso trato de evitar malentendidos.
    –Esperanza es el nombre de una de las chicas… de una de las hembras.
    –Esperanza nombre.
    –Eso es.
    –Paloma nombre. Paloma esperanza. Edina esperanza. Francina esperanza.
    –Nombre. No apellido.
    –¿Apellido?
    –No somos hermanas. Oh, olvídalo. ¿Qué es lo que quieres de mí? ¿De nosotras?
    Un silencio.
    –Otras no sirven. Tú única. Resto como tú. ¿Resto como tú?
    –¿Como yo? Sí, todas somos chic… hembras.
    –¿Como tú?
    –¿Qué quieres decir con como yo?
    –Cerebro.
    –¿Cerebro?
    –Cerebro.
    Esta es una conversación idiota. No sé adónde quiere ir a parar.
    –¿Qué es lo que quieres? ¿Por qué nos capturasteis? ¿Por qué matasteis a los hombres?
    –Hombres no hembras. No servir.
    –Claro. Los hombres no son mujeres.
    –Creación. Hombres no creación.
    –¿Creación? ¿Creación de qué?
    –Cofres.
    –¿Cofres?
    –Cofres.
    Trato de respirar y serenarme.
    –Cofres –repito–. Cofres, ¿para qué?
    –Vida.
    –Cofres. Vida. Hombres no sirven… Hombres no creación –le miro asustada–. ¿Qué estás insinuando?
    –Raza final. Final. Hembras para una nueva raza. Tú Paloma. Edina. Edina no. Francina. Francina no. ¿Paloma? ¿Paloma sí?
    –¿Quieres…? ¿Queréis usarnos como… como… madres de alquiler? Estáis locos. Locos.
    –Sirve. Pruebas dicen. Sirve. Nueva raza. En nuestro planeta. No final nosotros. No terminar. No extinguir.
    –Nunca. ¿Lo oyes? Nunca.
    –¿Paloma sí?
    –Paloma no. No. No. No.
 
 
    Así que era eso. Su raza se está extinguiendo. O sus hembras. Y están buscando otras razas para inseminar en ellas sus… hijos, crías, lo que sean. Capturaron las naves tripuladas por hombres, los examinaron, vieron que eran inservibles y los tiraron… los desecharon. Entonces dieron con nuestra nave, tripulada sólo por mujeres, y resulta que sí les servimos. Quieren introducir su semen en nuestros cuerpos y que de regreso a la Tierra podamos dar a luz a sus hijos, y así su raza no se extinguirá.
    Edina y Francina ya lo saben. ¿Lo saben? No hay manera de hablar con ellas. Esto se ha convertido en una jaula de locas. Las demás lo sabrán pronto, a medida que las cojan y las examinen. De momento, yo no he dicho nada a ninguna de ellas. ¿Es lo mismo que han decidido hacer Edina y Francina? ¿Cómo saberlo?
 
 
    Mucho plástico comido. El hedor es ya más que insoportable. ¿Puede morir alguien por respirarlo? ¿Por respirar esa peste tan espantosa? Empiezo a creer que sí. Una nueva frontera para la humanidad: morir de mal olor.
    Bueno, todas han ido desfilando por la misma ruta y ninguna ha dicho nada al volver. Dora, entre otras razones, porque sí ha muerto. Horas después de que la devolvieran, dejaba de respirar y moría. Justo lo que nos faltaba: un cadáver entre nosotras.
    Golpeo la puerta, rabiosa.
    –¡Está muerta! ¡Sacadla de aquí! ¡Está muerta!
    Nadie atiende.
 
 
 
    No sé cuánto tiempo después, la puerta se abre y se me llevan. ¡Esta vez no estaba junto a la puerta, sino mucho más lejos! O sea, que me buscaban expresamente a mí. Me dejo llevar sin resistencia. Al menos por un rato no tendré que respirar esa peste. Es un alivio.
    Me llevan al cubículo donde charlamos tan animadamente el jefe, portavoz o lo que sea, y yo. Está ahí, esperándome.
    Echo en falta la chichonera. No me la ponen, y él tampoco la lleva puesta. ¿Estamos progresando?
    –Otras no –dice.
    –¿No? ¿Quieres decir que han rechazado la propuesta?
    –Cierto.
    Medito sobre esto. Así que todas lo saben y ninguna ha dicho nada a las demás. Ninguna lo ha comentado.
    –Así, esto es pues vuestro final.
    –Cierto. ¿Paloma sí?
    –Paloma… –Me interrumpo. Si pudiera ver sus ojos tras el casco… pero no serviría de nada. Jamás entendería la expresión de unos ojos como los suyos. No puede entenderse–. Paloma… no sabe.
    –¿Gustar final de raza?
    –No. No me gusta que nadie muera. Pero vosotros… vosotros sois unos asesinos.
    –Todos hacemos errores.
    –Sí, todos nos equivocamos, pero no vamos por ahí matando gente.
    –¿Tu raza nunca matar?
    ¿Qué le podía responder a eso? Me tuve que callar.
    –Tu raza nunca matar –pareció sacar él en consecuencia–. Perfectos. Quizá cofre no útil. Quizá planeta no útil. Mejor morir. Mejor final.
    No supe qué decir.
    –Paloma última esperanza.
    –No quiero poblar la Tierra con monstruos como vosotros.
    –No monstruos. Raza distinta. Vosotros listos. Nosotros listos. Vosotros ciencia. Nosotros ciencia. Conocimiento. Saber. Sólo aspecto distinto. Raza no igual.
    –Os matarían.
    –Tú decir vosotros nunca matar.
    –Era… era mentira. Nosotros también matamos.
    –¿A quién? ¿A qué raza?
    –A ninguna raza. A nosotros mismos.
    Un largo silencio. Un muy, muy largo silencio. Oh, cómo va a entenderse a alguien a quien no le ves la cara, cuya entonación de voz no se altera nunca, es uniforme e insípida.
    ¿Le habré escandalizado?
    –Vosotros matar vosotros.
    –Bien… sí.
    –Y vosotros ciencia.
    –Sí.
    –Y vosotros inteligencia.
    –Sí.
    –Vosotros… –tardó en surgir la palabra, como si le costara hallarla–… monstruoso.
    No dije nada. Él se puso en pie.
    –Mejor no raza nuestra en planeta vuestro. Mejor final. Vosotros monstruos.
    –¡Nadie mataría a un hijo mío! –grité impulsivamente.
    Se me quedó mirando.
    –Repetir.
    –Yo… no. Nada.
    –¿Tú defender nueva raza?
    –No quería decir eso. No podría hacerlo.
    –Si llevar otra vida en ti, tú defender esa vida. ¿No es eso?
    –Sí…
    –Si vida de tu raza. ¿Y si vida de no tu raza?
    –También… Bueno, no. No sé. Yo…
    Traté de aclarar mis ideas, pero él no me dejó.
    –Tú distinta, Paloma. No como otras. Tú oportunidad. Salvar mi raza. Poder hacerlo. Salvar… hijo tuyo. Inseminar ahora y nacer en Tierra, en seis meses.
    –¿Seis?
    –Meses de vuestro tiempo.
    –¿Me mataría al nacer? ¿Me haría daño?
    –Compatibles. Razas distintas, pero compatibles. Él hijo tuyo. Tú madre. Él amar. Tú… ¿amar?
    –No lo sé –dije lentamente.
    –Tú amar –afirmó–. Tú distinta. Yo saber. Nosotros saber. Paloma distinta.
 
 
    Me inseminaron en la estancia que tenía tanta iluminación. Luego me devolvieron a la celda. No pronuncié ni una palabra. Nadie dijo nada, tampoco. Todas estábamos muertas de miedo, esperando morir de un momento a otro. Pero yo estaba segura de que al menos a mí no me iban a matar.
    Y no morimos. Ninguna murió. Nos soltaron, Nos metimos en nuestra nave y regresamos a la Tierra. Todas juramos no contar nada de nuestro encuentro con la nave de los alienígenas. Si lo hacíamos, nos examinarían minuciosamente. Peor: me examinarían y seguramente descubrirían, y luego ninguna podría volver al espacio. Y eso sí que no.
    Así que volvimos, callamos como muertas, y también entre nosotras mismas nos callamos, sin contarnos ni confiarnos nada de nuestras experiencias respectivas, como si sintiéramos pudor o vergüenza de hacerlo.
    La nave de los alienígenas desapareció y no volvió a ser vista jamás. Naves de la Tierra la siguieron buscando, pero nunca la encontraron. Se desvaneció en el olvido, ocultándose en el espacio de donde antes surgió igual de misteriosamente.
 
 
    Bien, alguien había mentido: seis meses después, todas dimos a luz.
 
 
FIN.-
 
 

Acerca de jcplanells3

Escritor. Barcelona, 1950. Véase en el epígrafe "bibliografía" de este blogzine la relación de mis trabajos publicados en papel: novelas, relatos y otros textos, así como en algunos sites de internet. Véase en el epígrafe "índices" del blog lo publicado en este blog, en los apartados de "artículos y ensayos" y "narrativa", desde diciembre de 2005.
Esta entrada fue publicada en Ficción (relatos, poemas, etc.) y etiquetada . Guarda el enlace permanente.

2 respuestas a COFRES

  1. jorge luis dijo:

    Curioso tema el de la reproducción extraterrestre que se ha repetido un montón de veces y en multitud de formas en la ciencia ficciónAh, qué insoportables los "críticos" cuando creen saberlo todo

  2. Ana dijo:

    Una nave tripulada sólo por mujeres… Eso sí que es ciencia ficción y lo demás tonterías… ja, ja, ja.Me ha gustado el relato!! :)Un saludo!!

Los comentarios están cerrados.